Por: Genaro Villalaz García
En una época dominada por la velocidad, el espectáculo y la acumulación, José “Pepe” Mujica fue —y sigue siendo— una anomalía luminosa. No solo por haber sido presidente de Uruguay sin corbata, viviendo en una chacra humilde y manejando un escarabajo desvencijado, sino por encarnar una filosofía de vida que desafiaba, en cada gesto, las lógicas del poder y del consumo.
Por eso Mujica es para mí él líder imposible, impensable e imprescindible. Fue un campesino con espíritu de filósofo, un ex guerrillero que aprendió de la prisión el valor de la introspección, un estadista que citaba a Séneca y que se reía de sí mismo. Su palabra, sencilla y directa, no buscaba aplausos, sino despertar conciencias. Su discurso ante la ONU en 2013, donde cuestionó el modelo de desarrollo basado en el consumismo feroz, se volvió un manifiesto ético que cruzó fronteras.
“No venimos al mundo a desarrollarnos económicamente, venimos a la vida a ser felices”, decía con una claridad que incomoda porque nos desnuda. Mujica no predicaba desde la superioridad moral, sino desde la experiencia de quien ha conocido la violencia, el encierro, la soledad y también la ternura. Desde el hombre que plantaba flores con su compañera Lucía, que rescataba perros, que lloraba al hablar de sus muertos.
Hay en Mujica una coherencia infrecuente: vivió como hablaba. Fue austero, pero no miserable; sencillo, pero no simplón; libre, pero no indiferente. Su legado va más allá de las leyes que impulsó (como la legalización del cannabis, el matrimonio igualitario o la redistribución de la tierra): su mayor enseñanza fue, y sigue siendo, su manera de habitar el mundo.
En un continente golpeado por la desigualdad y la corrupción, donde la política a menudo se vive como farsa o negocio, la figura de Mujica se alzó como un recordatorio de que es posible otra forma de liderazgo: más ética que estratégica, más solidaria que individualista, más humana que mesiánica.
No idealizó la pobreza, pero entendió el peligro de la riqueza desmedida. No despreciaba la política, pero la vivía con despojo. No hablaba de revolución desde el odio, sino desde la compasión.
Ahora que su cuerpo ha partido —si es que alguien como él se puede ir del todo— queda su huella. Quedan sus silencios cargados de sentido, sus discursos improvisados que terminaban citando a los estoicos, sus manos arrugadas, sus ojos de abuelo sabio y ese aire de quien, a pesar de todo, aún cree en el ser humano.
Tal como plasma Silvio Rodríguez, en una canción que le compuso “…jamás soñé venganza, ni prolongué lamentos, presentí la esperanza, tras la sombra del viento…”. Hoy muere una era o nace otra. Eso dependerá del lado que escojamos estar, de pie con la mirada frente al futuro o de rodillas, postrados ante la indiferencia.
Mujica nos enseñó que se puede ser diferente sin renunciar al amor, que se puede disentir sin dejar de abrazar. Que la política, en manos limpias, puede ser una forma de ternura.
Y eso, en estos tiempos, es casi una revolución.